En ese punto en que la apnea voluntaria se hace insoportable empecé con pereza a mover mis brazos y piernas para salir a la superficie, rápidamente vi la luz y saqué la cabeza para inspirar todo el aire que me fuera posible.
No tengo memoria de cuánto tiempo hace que empezó esta travesía a mar abierto, lo que sí puedo contar, es que en el inicio mi técnica era deficiente; las olas me llevaban con facilidad, y era propenso a tragar agua. En numerosas ocasiones nadadores más experimentados debieron socorrerme.
¿Por qué nado?, realmente no lo sé. Supongo en parte para mantenerme con vida, y, quizá también, por la esperanza incierta de un día poder encontrar tierra firme donde descansar.
Durante años escuché a otros hablar de la tierra y cuan cercanos estaban a ella, pero nunca ninguno volvió aseverando haberla visitado. Cuando digo otros me refiero a aquellos que como yo empezaron hace años esta travesía y a los cuales a veces veo, pero la mayor parte del tiempo estoy solo, nadando con todas mis fuerzas hacia donde creo ver un indicio de tierra. Las noches me desorientan más que el día, sobre todo las que son muy oscuras; hay otras estrelladas y calmas que suelen darme un poco de paz.
No quiero que piensen que todo es sufrimiento en el mar. He encontrado fieles compañeros de natación, personas que pasan a mi lado y siguen la misma dirección, hasta que la noche, la tormenta, o las grandes olas nos separan; pero aún así están presentes en mi cabeza y corazón. También he disfrutado momentos de descanso, días soleados en que el mar está calmo, y que acostado sobre el agua puedo despejar mi mente del deseo de “tierra”.
Lamentablemente los tiempos buenos son efímeros, con rapidez las nubes y el viento vuelven y otra vez hay que enfrentar la corriente o dejarse llevar. A través del tiempo el vaivén de las olas te arrastra, te golpea, te hace tragar agua, y lleva tu cuerpo hasta lo más profundo dificultando la tarea de salir a flote.
…
Me parece ver algo flotando a unos pocos kilómetros, ¿es un barco?, no lo sé. Estoy tan cansado que no creo poder llegar antes que se aleje, mis brazos se acalambran a cada brazada y aunque gritar sería una opción no creo tener fuerzas.
¡ME VIERON!, hay un hombrecito que desde la proa me hace señas para que me acerque. Grita algo, pero aún no puedo oír su voz.
Faltan solo unos metros, ya puedo ver bien el gran navío. Hay mucha gente arriba y todos parecen estar ocupados en diferentes tareas. Unos limpian, otros levantan las velas, están quienes dirigen a los que trabajan y aquellos que ayudan a los nadadores como yo a subir por la borda. Estos últimos, los esperan con ropas secas y un gran abrazo de bienvenida.
La voz del hombrecito se hace más clara ahora y parece dirigirse a mí. Mientras señala la soga que cuelga por la borda me dice que es la única forma de subir al barco, que debo aferrarme a ella con fuerza. Voces se superponen a lo que dice y me confunden, vienen de otra parte, pero no puedo identificar de dónde.
De espaldas al navío pude divisar a unos pocos kilómetros personas que me llaman con señas, no reconozco sus rostros pero sí sus voces, son otros nadadores que durante años me acompañaron, que siempre me tendieron una mano cuando la necesité.
Tomé aire y comencé a llamarlos a gritos para que se acercaran y subieran conmigo pero parecían no ver el barco, quizá por las olas o la distancia. Me aseguraban que probablemente yo tampoco lo estuviera viendo, que el cansancio de tanto nadar me hacía ver y experimentar cosas inexistentes. Me di vuelta y vi otra vez el barco, la soga y al hombrecito en la proa que me aseguraba que todo era real, solamente tenía que confiar.
Estaba confundido, no sabía qué hacer. A lo lejos seguía escuchando las voces de aquellos a quienes amaba. Quizá si me subía al barco no los volviera a ver.
El mar se embraveció, la noche estaba cercana y la decisión a tomar era difícil. Los de arriba del barco me llamaban a una voz; a algunos de ellos los conocía del mar, pero no iba a dejar por ellos, ni por nadie, todas las experiencias vividas para comenzar de nuevo arriba del barco.
Con un poco de tristeza giré, y, aunque mis brazos estaban débiles, empecé a nadar hacia las voces que me eran conocidas. El barco seguía ahí, todos me miraban mientras me alejaba y muchos lloraban por esto.
No miré más atrás y decidí confiar en que si algún día quería subir al barco estaría allí.
(dedicado a aquellos que todavía están en el mar y no se animan a subirse al barco)