jueves, 30 de septiembre de 2010

--- En eL mAr---

Me quedé quieto un rato y el agua avanzó por mi cuerpo hasta cubrirme por completo. Me dolía cada músculo y tendón en el que estos terminaban, el frío del agua me cortaba la piel mientras me sumergía. No era un intento suicida, sabía que no podría contener el aire por mucho tiempo y debería volver a nadar.
En ese punto en que la apnea voluntaria se hace insoportable empecé con pereza a mover mis brazos y piernas para salir a la superficie, rápidamente vi la luz y saqué la cabeza para inspirar todo el aire que me fuera posible.
No tengo memoria de cuánto tiempo hace que empezó esta travesía a mar abierto, lo que sí puedo contar, es que en el inicio mi técnica era deficiente; las olas me llevaban con facilidad, y era propenso a tragar agua. En numerosas ocasiones nadadores más experimentados debieron socorrerme.
¿Por qué nado?, realmente no lo sé. Supongo en parte para mantenerme con vida, y, quizá también, por la esperanza incierta de un día poder encontrar tierra firme donde descansar.
Durante años escuché a otros hablar de la tierra y cuan cercanos estaban a ella, pero nunca ninguno volvió aseverando haberla visitado. Cuando digo otros me refiero a aquellos que como yo empezaron hace años esta travesía y a los cuales a veces veo, pero la mayor parte del tiempo estoy solo, nadando con todas mis fuerzas hacia donde creo ver un indicio de tierra. Las noches me desorientan más que el día, sobre todo las que son muy oscuras; hay otras estrelladas y calmas que suelen darme un poco de paz.
No quiero que piensen que todo es sufrimiento en el mar. He encontrado fieles compañeros de natación, personas que pasan a mi lado y siguen la misma dirección, hasta que la noche, la tormenta, o las grandes olas nos separan; pero aún así están presentes en mi cabeza y corazón. También he disfrutado momentos de descanso, días soleados en que el mar está calmo, y que acostado sobre el agua puedo despejar mi mente del deseo de “tierra”.
Lamentablemente los tiempos buenos son efímeros, con rapidez las nubes y el viento vuelven y otra vez hay que enfrentar la corriente o dejarse llevar. A través del tiempo el vaivén de las olas te arrastra, te golpea, te hace tragar agua, y lleva tu cuerpo hasta lo más profundo dificultando la tarea de salir a flote.

Me parece ver algo flotando a unos pocos kilómetros, ¿es un barco?, no lo sé. Estoy tan cansado que no creo poder llegar antes que se aleje, mis brazos se acalambran a cada brazada y aunque gritar sería una opción no creo tener fuerzas.
¡ME VIERON!, hay un hombrecito que desde la proa me hace señas para que me acerque. Grita algo, pero aún no puedo oír su voz.
Faltan solo unos metros, ya puedo ver bien el gran navío. Hay mucha gente arriba y todos parecen estar ocupados en diferentes tareas. Unos limpian, otros levantan las velas, están quienes dirigen a los que trabajan y aquellos que ayudan a los nadadores como yo a subir por la borda. Estos últimos, los esperan con ropas secas y un gran abrazo de bienvenida.
La voz del hombrecito se hace más clara ahora y parece dirigirse a mí. Mientras señala la soga que cuelga por la borda me dice que es la única forma de subir al barco, que debo aferrarme a ella con fuerza. Voces se superponen a lo que dice y me confunden, vienen de otra parte, pero no puedo identificar de dónde.
De espaldas al navío pude divisar a unos pocos kilómetros personas que me llaman con señas, no reconozco sus rostros pero sí sus voces, son otros nadadores que durante años me acompañaron, que siempre me tendieron una mano cuando la necesité.
Tomé aire y comencé a llamarlos a gritos para que se acercaran y subieran conmigo pero parecían no ver el barco, quizá por las olas o la distancia. Me aseguraban que probablemente yo tampoco lo estuviera viendo, que el cansancio de tanto nadar me hacía ver y experimentar cosas inexistentes. Me di vuelta y vi otra vez el barco, la soga y al hombrecito en la proa que me aseguraba que todo era real, solamente tenía que confiar.
Estaba confundido, no sabía qué hacer. A lo lejos seguía escuchando las voces de aquellos a quienes amaba. Quizá si me subía al barco no los volviera a ver.
El mar se embraveció, la noche estaba cercana y la decisión a tomar era difícil. Los de arriba del barco me llamaban a una voz; a algunos de ellos los conocía del mar, pero no iba a dejar por ellos, ni por nadie, todas las experiencias vividas para comenzar de nuevo arriba del barco.
Con un poco de tristeza giré, y, aunque mis brazos estaban débiles, empecé a nadar hacia las voces que me eran conocidas. El barco seguía ahí, todos me miraban mientras me alejaba y muchos lloraban por esto.
No miré más atrás y decidí confiar en que si algún día quería subir al barco estaría allí.

(dedicado a aquellos que todavía están en el mar y no se animan a subirse al barco)

domingo, 12 de septiembre de 2010

El ascensor de lo que no se habla (resucitado y corregido)

Los recorridos turísticos a veces pueden llegar a ser extraños.

Soy una persona que viaja mucho, sobre todo por nuestro país, pero nunca vi nada como lo que les voy a contar a continuación.Estaba recorriendo la Patagonia argentina; cerca de la frontera con Chile recorrí ciudades y pequeños pueblos ubicados en la base de la montaña. Un día, ya cansado de manejar, decidí parar para estirar las piernas y comer algo en un pueblito. No sé si de forma consciente o inconsciente, pero he olvidado su nombre.
Los parroquianos eran muy amables y me señalaron algunos puntos de interés turístico que podía visitar: la iglesia, la comisaría (que anteriormente había sido un fuerte), el palacio municipal, y también un pequeño cine-teatro que ya tenía una antigüedad de 100 años.Después de una suculenta comida salí a recorrer las angostas callecitas y visitar los lugares señalados. Para una persona que como yo ha recorrido casi todo el país estos paseos pueden tornarse rutinarios y hasta un poco aburridos.
Llamó mi atención en una de esas callecitas un cartel medio despintado, como todos los de ese pueblo, con una inscripción que decía: “EL ASCENSOR DE LO QUE NO SE HABLA. ENTRADA $5”.
Me reí pero me generó un poco de intriga. No entendía el por qué de tal nombre, y además, cómo era posible la existencia de un ascensor en una casa de barrio común y corriente que ni siquiera tenía un primer piso.Como consideré barato el costo de la entrada decidí pasar para ver de qué se trataba, pensé que seguramente era alguna estafa de la gente del lugar para que los turistas gastaran confiadamente su dinero.
De atrás de una cortina, parecida a las que vemos en los kioscos, apareció un calvito con cara de simpático que me explicó el funcionamiento del artefacto. Luego de subir al ascensor podía elegir solo tres destinos pero el tercero, debía ser el de retorno de lo contrario quedaría por la eternidad en el último lugar visitado.Ese hombre tenía estrategias de marketing muy raras pensé. Saqué cinco pesos del bolsillo, asentí a toda su explicación y subí a lo que para mi asombro realmente parecía un ascensor. La puerta se cerró tras de mí; era de esos ascensores que ni siquiera tienen espejos, sin embargo lo que más llamó mi atención fueron los botones. Transcribo las inscripciones de los mismos, las anoté para no olvidarlas y poder contarlo después:
1.- Retorno 2.- Desilusión 3.- Temores 4.- Sexo 5.- Traición 6.- Perdón 7.- Infierno
Entendí entonces el significado del cartel de la entrada. Sonreí al pensar que en el mundo “moderno” en que vivimos, el sexo, el perdón, la traición no son un tabú sino moneda de uso corriente. Sin lugar a dudas este atractivo turístico debió haber sido inventado hace unos cuantos años atrás.Visité primero el tercer piso, el de los temores. En un instante estaba ahí, como si el destino fuera cercano. La puerta se abrió y me vi, tendría unos 5 años. Podía recordar fácilmente ese momento, iba de la mano de mamá cruzando las vías que nos separaban del pueblo sin reparar en que el tren estaba demasiado cerca. Mamá corrió pero mi mano se soltó, un grito, viento y la alegría de mi madre porque un señor que venía tras nuestro llegó a sacarme de las vías. Hasta el día de hoy cruzar las vías me pone un poco nervioso.Recordé el segundo momento también, tendría unos 17 años. Una noche salimos con mis amigos a tomar algo y conocí a una chica. Con Clara (que fue el nombre que me dio), charlamos, reímos y terminamos en quién sabe qué lugar. Pude entonces enterarme lo que realmente pasó, me dio a tomar algo que me hizo dormir, robó todas mis cosas y quedé tirado en la calle sin nada. Desde entonces evito las relaciones ocasionales, lo que muchos afirmarían que está bien en realidad.Se estaba poniendo interesante, era como ver una película de mi vida sin poder alterar los hechos.Algunos pasajes por el piso de los temores no me hicieron mucha gracia: la dejé plantada en el altar a Claudia por mi pánico al compromiso, el miedo al fracaso me hizo renunciar a oportunidades de trabajo en el extranjero. Comprobé como me atemorizan las cosas nuevas, los desafíos, que tiemblo ante la idea de muerte y lo desconocido (aunque me animé a subir al ascensor).Con esto fue suficiente y no pensaba visitar otros pisos que hablaran sobre mí, decidí ir al último que me parecía el menos personal.La espera fue prolongada, pero al fin la puerta se abrió. Imaginaba encontrarme una especie caricatura donde un diablito sentado en una sillita y con un tridente en la mano diera órdenes a sus súbditos, o disfrutara junto con ellos de ritos de tipo orgiástico, pero el panorama me horrorizó. Un ruido ensordecedor hizo doler mis oídos, en medio del fuego podía ver figuras de seres humanos que gritaban, se retorcían y quemaban sin morir. Un olor nauseabundo a carne, piel y podredumbre me hizo vomitar.
El sufrimiento parecía ser insoportable. Entre las figuras no se diferenciaban mujeres, hombres, niños o adultos, solo una gran multitud que gritaba como nunca había escuchado gritar a nadie. Me vinieron a la mente imágenes de los campos de concentración, recordé testimonios de personas que habían estado en esos lugares y habían sido torturadas, pero definitivamente cualquier sufrimiento en la tierra era pequeño en comparación con lo que estaba experimentando esta gente. En sus gemidos pedían misericordia, que por favor los sacaran de ahí, pero yo no podía hacer nada. Recordé también unas palabras que creí haber escuchado alguna vez en una iglesia y que decían que el infierno sería el lloro y el crujir de dientes; definitivamente eso era lo que estaba viendo.¿Qué?, no podía ser, ¿cómo?, no me lo explico, aunque ningún rostro me era familiar ese llamó mi atención. ¿Era yo?, sí, estaba en medio de la muchedumbre; vi mi rostro quemado, la piel lastimada y llena de llagas sanguinolentas. En mi desesperación rasguñaba y lastimaba a los que me rodeaban, nunca me había oído gritar de esa manera. No entendía mis palabras pero no sonaban a arrepentimiento o pedido de misericordia, sonaban más bien a insultos, blasfemias, ira y desesperación.No pude ver más, debía poner fin al recorrido. Adentro del ascensor estaba sudando, mis manos se sentían calientes, de los ojos me brotaban lágrimas y mi corazón palpitaba como nunca antes. Aunque cerré la puerta del ascensor todavía podía sentir ese olor nauseabundo. Hice un esfuerzo para ver el tablero en medio de tantas lágrimas.
Bajé y el calvito me sonreía mientras me preguntaba algo que nunca entendí porque estaba consternado, tambaleante y llorando a mares.Dormí una siesta en un hotelcito del pueblo, estuvo cargada de pesadillas de ese horror. Desperté al día siguiente y decidí emprender el viaje de regreso a la capital, no estaba de ánimo para seguir paseando.Nunca volví al pueblito del sur, y no creo recordar donde queda. Desconozco si ese ascensor sigue existiendo y si los turistas aún pueden visitarlo, lo que si sé es que me gustaría saber qué hacer para no volver nunca más al piso siete.