viernes, 17 de febrero de 2012

- Irremediablemente Insatisfechos -


   El hombre se sentirá tanto menos contento y satisfecho cuanto más viejo sea, cuanto mayor sea su conocimiento de la vida, su gusto por lo agradable y su afán de delicadezas y exquisiteces. Es decir, cuanto más competente, tanto más descontento. Contento, lo que se dice plena, absoluta e infinitamente contento no lo estará el hombre jamás, mientras viva. Y estar contento a medias, contento de una manera muy particular, es algo que no merece la pena. En este caso es preferible estar completamente descontento.
   Todo el que haya meditado a fondo en este asunto estará de acuerdo conmigo cuando afirmo que a un hombre no se le concede jamás, ni siquiera media hora en toda su vida, una satisfacción y bienestar completos y plenarios desde todos los puntos de vista. No necesito añadir, naturalmente, que para ser feliz de esa forma perfecta hay que contar con algo más que los alimentos y la vestimenta. Yo estuve una vez muy cerca de esa felicidad. Me había levantado de la cama muy temprano y me encontraba extraordinariamente bien. Esta sensación de bienestar fue creciendo a medida que avanzaba la mañana y alcanzó su punto máximo un poco después del mediodía, exactamente a la una de la tarde. Era una sensación maravillosa y casi me parecía que iba a agarrar el sol y las estrellas con la mano. Una sensación tan maravillosa que no hay termómetros que la puedan registrar en su escala, ni siquiera los termómetros poéticos. Mi cuerpo se había hecho ligero, como si ya no existieran las leyes de la gravedad terrestre. Me pareció incluso que no tenía cuerpo, precisamente porque todas sus funciones estaban admirablemente satisfechas y todas las células se nutrían de gozo por sí mismas y por el organismo entero. Los latidos inquietos de la sangre en las venas no hacían más que recordarme y acrecentar la delicia de aquel instante sublime y glorioso. Mi caminar tremolaba, no como el ave que corta el aire con sus alas y huye veloz de la tierra, sino como el oleaje del viento sobre sus sembrados, como el nostálgico mecerse de las olas en el mar, o como el ensoñado deslizarse de las nubes sobre el cielo. Todo mi ser era transparente, como las claras profundidades del océano, como el limpio silencio de la noche, o como el monólogo pausado del mediodía. Todas las emociones más hondas resonaban en mi alma con su eco melódico. Todos los pensamientos se ofrecían a mi mente con un aire festivo de dicha, tanto la ocurrencia más insignificante como la idea más rica y fecunda. Cualquier sentimiento era presentido previamente y brotaba así de mis mismas raíces interiores. Todas las cosas estaban como enamoradas de mí y se estremecían en un contacto íntimo con mi propio ser, lleno de presagios. La existencia entera se esclarecía misteriosamente dentro de mi microscópica felicidad, tan abundante y caudalosa que lo explicaba todo sin salir de sus límites, incluso las cosas desagradables, las insinuaciones aburridas, los hechos repugnantes y los choques fatales.
   Era la una de la tarde, como he dicho, cuando alcancé el punto máximo en esta sensación de bienestar que me hizo presentir la felicidad suprema, creyendo que la tenía casi entre las manos. Pero, ¡ay!, de repente empezó a picarme en uno de mis ojos, precisamente el bueno, no sé qué cosa, quizá un pelillo de las cejas, un pelo de la cabeza o simplemente un grano de polvo, lo único que sé es que en ese mismo instante me sentí casi hundido en el abismo de la desesperación más espantosa. Este brusco cambio emocional lo podrán comprender fácilmente todos aquellos que hayan experimentado sensaciones tan sublimes como la descrita y, al experimentarlas, se hayan planteado además el problema fundamental de hasta qué punto, en general, es asequible una satisfacción y bienestar completos y plenarios.
Desde aquel infausto día abandoné toda esperanza de poder llegar alguna vez a sentirme completa y absolutamente feliz en esta vida, no sólo durante un largo período de la misma, como lo había esperado con tanta fuerza en mis sueños juveniles, pero ni siquiera durante algunos breves instantes, aunque éstos fueran tan raros y aislados que, según la expresión de Shakespeare, «bastaría la aritmética de un embotellador de cerveza para contarlos».

Sören Kierkegaard

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